domingo, 20 de junio de 2010

Carta para papá

Te escribo esta carta con las manos temblorosas y el corazón acongojado. Sé que no te gusta vernos tristes, pero te confieso que por más que lo intente no logro evitarlo.

No soy partidario de que debiera existir un día en particular para expresar los sentimientos. Lo considero muy comercial. Más bien, la manifestación de cariño y el reconocimiento debe ser constante y natural. Sin embargo, hoy, Papá, me permito salir de esta teoría. Es que este año, el día del padre me sorprende exactamente al cumplirse un mes de tu partida.

Papá, te fuiste del mundo terrenal después de una tenaz lucha que mantuviste por más de dos años contra ese terrible cáncer, que poco a poco devoraba tus fuerzas, venciendo finalmente a tus deseos de vivir. Sucumbiste como un grande. Hasta el último suspiro de tu vida seguías dándonos ejemplos valiosos de lucha, de perseverancia y de inquebrantable voluntad, sin importar las peores adversidades. En estos momentos me refugio en ese ejemplo, para no vacilar en esta adversidad que tengo en mi vida, para no sucumbir ante el dolor de tu partida, por más difícil que sea.

Tu paso por este mundo no fue en vano y lo honraremos. Valores capitales como la honestidad que siempre nos inculcaste serán nuestras banderas. Tus enseñanzas prenderán en mí toda la vida, así como fue tu deseo.

Desde que te fuiste aquel 21 de mayo quedó un gran vacío en mi vida, como en la de cada uno de quienes te queremos. Nos reconforta pensar que si bien no podemos verte ni tocarte, sentimos tu presencia, pues de hecho que tu partida te ubica en nuestro eterno presente.

Hoy, Papá, ya no puedo darte un abrazo, por más que mi corazón lo esté pidiendo a gritos. Es por eso que recurro a estas líneas para darte un humilde pero sincero agradecimiento por todo lo vivido, por los buenos y malos momentos que pasamos, pues cada uno de ellos estuvo cargado de enseñanzas de vida.

En este día retumba en mi memoria con mayor intensidad que nunca el sonido de tu viejo acordeón con el que, en las lejanas y a la vez recientes noches de mi infancia, arrancabas algunas notas, entre ellas la de tu canción preferida, “Virgen querida”. Precisamente con esa canción realizaste reiteradamente tu perturbador pedido; siempre dijiste que desearías escucharla el día de tu muerte, para bailarla por última vez. Lo cumplimos, papá, al pie de la letra. Antes de salir de tu casa y de llevarte hasta tu última morada, con un nudo en la garganta pero reconfortados por cumplirte tu deseo, te cantamos la canción que tanto te gustaba. Sabía que era imposible, pero te soy franco papá, que en el fondo de mi corazón esperaba que te levantaras y bailaras nuevamente, como lo hiciste en tu último cumpleaños, aunque sea con pasos lentos y cansados. Pero no papi, te quedaste ahí en ese frío ataúd, sumergido en un sueño eterno y profundo.

Estoy seguro que hoy con tu acordeón ya estarás acompañando al coro celestial, alabando al Supremo Creador. El viento se ocupará de que esas melodías también lleguen a nuestros oídos y nos devuelvan la alegría a los corazones de tu esposa, de tus hijos y nietos, que hoy te lloramos. Feliz día viejo y hasta siempre…